Sí, ya sé. Tocaba seguir hablando del miedo escénico. De momento, aconsejo a mis alumnos que lean esta entrada sobre un curso de yoga para jóvenes músicos que tendremos en la Escuela durante el próximo curso.
También sería muy adecuado dada la proximidad del inicio del curso escribir algo sobre la puesta a punto después del largo verano. A este respecto, podríais calentar motores leyendo este artículo que publicó en su blog mi maestro oboísta. Otro día -no muy lejano- ya os daré yo algún consejo para la vuelta al cole oboístico.
En fin, no descarto ni lo uno ni lo otro, pero es que hoy estoy enfadada y me ha dado por desahogarme aquí, en esta ventana. Voy a abrir, a respirar hondo y a soltar cuatro gritos.
Me diréis algunos: "¿Qué te pasa? Si tú no sueles enfadarte..." Os diré en primer lugar que me conocéis poco, porque tengo un genio terrible y, en segundo lugar, que tengo sobrados motivos para enfadarme.
Y es que estoy harta.
Llega septiembre. El mes del principio de casi todo. Del cole, de los entrenamientos, de los idiomas, de los montones de propósitos. De las extraescolares. Por ejemplo, de la extraescolar de música.
Cuando uno monta una actividad del tipo que sea por supuesto hay que anunciarla adecuadamente para que interese al mayor número de gente posible. Si abrimos una nueva carnicería anunciaremos nuestro chuletón como el incomparablemente mejor chuletón del universo. Más allá de nuestro chuletón la "chuletonidad" no existe.
Supongamos ahora que queremos vender una extraescolar de música. Algo, por ejemplo, como lo que vosotros hacéis en la Escuela. ¿Qué deberíamos hacer para despertar el interés por la música?
Pues está clarísimo: decir que es muy buena para mejorar en matemáticas. O en lenguaje. O en sociabilidad. O en lo que sea.
Si escribo "beneficios de la música" en el buscador de google encuentro, por ejemplo, perlas como ésta: "La etapa de la alfabetización
del niño se ve mas estimulada con la música. A través de las canciones
infantiles, en las que las sílabas son rimadas y repetitivas, y
acompañadas de gestos que se hacen al cantar, el niño mejora su forma de hablar y de entender el significado de cada palabra. Y así, se alfabetizará de una forma más rápida. La música también es beneficiosa para el niño cuanto al poder de concentración, además de mejorar su capacidad de aprendizaje en matemáticas. La música es pura matemática. Además, facilita a los niños el aprendizaje de otros idiomas potenciando su memoria."
Queridos padres: ¿no os resulta esto muy familiar? ¿Se trata o no de un reclamo habitual?
Pero yo me pregunto: ¿qué pasa con la música en sí? ¿no es la música un arte, un bien en sí mismo, algo que puede ser bueno aprender, disfrutar y practicar independientemente de que ello nos ayude a desarrollar capacidades que sirvan para otra cosa? Por otra parte, además de a mí misma, ¿quién no conoce a algún músico que sea negado para el cálculo mental, o insociable, o de poca o nula fluidez verbal, etc. etc.?
Vamos a ver, no es que me atreva a cuestionar los sesudos estudios científicos que hay detrás de estas teorías. Aunque también conviene recordar, de todos modos, que la realidad de las cosas tiene más que ver con las leyes científicas que con las teorías científicas. Quiero decir con esto que, así como la ley de la gravedad es una evidencia incuestionable, la teoría de esto o aquello es eso, una teoría. Que hoy puede ser válida y mañana ser mejorada, matizada o destrozada por otra teoría. Y a veces aceptamos como leyes todas las teorías que emanan de las universidades de Wisconsin, Iowa o Seúl, incluidas todas las referidas a la pedagogía. Pero esto es harina de otro costal e incluso de otro blog...
Por otra parte, no niego que la música sea matemática. He estudiado unos cuantos años de análisis en el conservatorio y, además, esta materia me sedujo especialmente. Tanto que recorría muchos kilómetros para acudir a cursos de análisis con muy buenos maestros.
Creo que, desde una admiración enorme por el misterio de la emoción que provoca la música, y por el genio creador de tantos compositores, creía que analizando cada nota, armonía, devenir melódico y estructura, iba a descubrir el gran secreto de la Belleza. Pero no. Cuando ya tenía la partitura pintada de mil colores, cuando había descubierto cada modulación, giro melódico y andamiaje...volvía a oír la música...y la partitura se me caía de las manos. Había algo más que esas matemáticas.
Oíd: la música nos lleva a veces a regiones de nosotros que desconocíamos, nos arranca el alma para pasearla ahora entre espinos que hieren y, después, entre otoños húmedos que acarician... Un aria de Bach puede hacer que rocemos a Dios y también que nos abismemos en dolores que escondíamos. La música es tanto que no se puede contar. Hace que se nos erice la piel mientras tocamos, sorprendidos por nuestra propia emoción. Consigue a veces salir de uno a pesar de que un gran nudo en la garganta, formado por no sé qué armonías innombrables, se empeña en colocarse entre el aire y el instrumento. La música en la garganta de una madre da paz al bebé que tenía pesadillas y puede también sacar de quicio a quien buscaba silencio para huir.
La música merece la pena. Porque sí. Sólo por la Belleza. Por el dolor, la risa, el grito y las lágrimas. La emoción. El contrapeso al silencioso e infinito cosmos que nos rodea y que, con la música, de pronto se ve habitado.
Absoluta razón en todo. La música es. Punto.
ResponderEliminarEn algún sitio leí que la musicología es a la música lo que la ginecología al amor.
Gracias María, un saludete.