En los últimos meses he ido dos veces al circo con mis hijos. La primera vez se trataba de un circo pequeño y pobretón. Las sillas estaban colocadas sobre la hierba, y en la pequeña pista se sucedían una serie de números protagonizados una y otra vez por los mismos artistas que cambiaban de vestimenta y de nombre. No tenían números con animales salvajes ni exóticos aunque sí hacían algunas piruetas los perrillos de todo pelaje que llevaban en las caravanas.
A pesar de ser un circo tan modestito hacían proezas admirables, es decir, tenían destrezas que yo no tengo.
¿Por qué me parece tan admirable esto del circo? Diría que en gran parte porque hacen cosas que yo no seré nunca capaz de hacer bien por miedo -en el segundo de los circos, más grande y con más medios, había unos leones terroríficos con los que jamás me metería en una jaula- o bien por incapacidad manifiesta -como es el caso de los malabares: soy más bien torpe-.
Mientras me maravillaba admirando a los artistas, me dio por pensar en eso del miedo escénico.
Imaginad que sois malabaristas. Salís a la pista con dos o tres de esos bolos brillantes y empezáis a darles vueltas por los aires. Vuestro ayudante os va acercando otro bolo, y otro...hasta que hay un gran bolo de bolos girando y lanzando destellos, ¡¡más difícil todavía!!, lo cual provoca que muchos espectadores se queden irremediablemente con la boca abierta sin darse ni cuenta.
Antes de salir a la pista has hecho unos estiramientos, unas cuantas respiraciones profundas para no perder la concentración, y, sobre todo, tienes a tus espaldas un montón de horas de entrenamiento en las que has perfeccionado poco a poco tu número, llegando incluso a correr por la pista y girar sobre ti mismo mientras das vueltas a esos mareados bolos.
Has trabajado mucho y ahora te juegas todo tu trabajo en unos segundos, a la vista de un montón de gente que ha pagado una entrada por verte. No vale repetir, no vale decir que en el entrenamiento todo era perfecto. Tiene que ser perfecto ahora. Menuda presión, ¿eh? ¿No nos pasa algo parecido cuando tocamos en un concierto? Si en lugar de ser un malabarista fueras por ejemplo un oboísta, ¿no tendrías una sensación muy parecida?
Ahora me veo obligada a hacer un parón para hacerte una pregunta: ¿te ves reflejado en eso de haber trabajado mucho previamente? Es decir, ¿te has preparado bien para el concierto?
Tengo una muy buena noticia...si eres de los que se ponen nerviosos en los conciertos porque van mal preparados, han estudiado poco y/o mal, en casa sólo salía bien una vez de cada diez y por tanto hay no pocas posibilidades de que en el escenario tampoco salga, etc. etc. ¡¡¡no tienes miedo escénico!!! Solamente necesitas estudiar más y/o mejor.
Para que nos entendamos, se puede decir que alguien tiene miedo escénico cuando, a pesar de una buena preparación previa al concierto, sufre un estado nervioso, de desconcentración, que incluso puede mermar su capacidad física (incapacidad para respirar correctamente, temblores). No se trata de estar nerviosillo, eso es normal. Hay unos nervios "sanos" que nos pueden ayudar a estar más tonificados, más atentos. El miedo escénico no nos dejaría hacer lo que sabemos hacer.
Mucha gente no ha conocido nada parecido al miedo escénico hasta que ha cogido un instrumento y se ha puesto a tocar delante de otra gente. Me contaban hace unos días que, en una audición que se hacía en una escuela de música, una mujer adulta, de esas que llegan con una ilusión de décadas a aprender a tocar su instrumento soñado, trataba de hacer sonar su flauta travesera con un temblor en la mandíbula tremendo. ¿Imaginaba esta flautista que cuando empezara por fin a tocar le iba a suceder esto?
Pero volvamos a nuestro circo...
El público está en tensión, es un ejercicio muy difícil y un bolo podría caer al suelo, incluso podrían caer unos cuantos y entonces...¿qué? ¿Qué sucede si se caen los bolos?
En el primero de los circos, el modesto, salió un equilibrista agobiado. Se le notaba nervioso, inseguro. Desde el público, cuando uno ve inseguridad, ya empieza a pensar: "Ay, pobre, que se va a caer, ay que se cae." Empezó a subirse en esos cilindros sobre los que ponen una tabla y luego otro cilindro, y otra tabla...y se cayó. ¡¡¡Horror!!! Ha sucedido. El equilibrista se ha caído. Y ahora, ¿qué hace el público? ¿Estallan en cólera, acuden todos a la taquilla para pedir su dinero, le tiran tomates y apios al desdichado artista, le abuchean, se ríen de él, le gritan que se vaya a su casa? ¡¡¡¡No y mil veces no!!! Todos sentimos compasión porque nos imaginamos en su lugar y nos tiemblan las rodillas y, cuando se repone, repite el número, y le sale bien...aplaudimos más todavía y sonriendo más que si todo hubiera sido perfecto, para animarle y darle calor.
Entonces, ¿qué pasa si se nos caen unas cuantas semicorcheas en una audición en la Escuela a la que han acudido padres, tíos, abuelos, primos, amigos y demás seres queridos -o sea, seres humanos que nos quieren sin parar-? ¡¡¡Nada!!! Quiero decir: el público no es con nosotros como nosotros somos con nosotros mismos. Nosotros deberíamos ser capaces de decirnos: "La próxima vez tengo que estudiar más ese pasaje". Y punto. Nada de tragedias del tipo: "He hecho el ridículo, nadie me querrá, nunca lo conseguiré, soy el peor oboísta de todos los tiempos, etc. etc." porque todo esto no tiene nada que ver con la realidad. El público se acordará de los otros ciento tres compases que has tocado más que del compás en el que has metido la pata, te lo aseguro.
Ellos no son tan críticos como nosotros. De hecho, solemos estar tocando y criticándonos al mismo tiempo. Somos intérpretes y críticos en el mismo momento e imaginamos que todos los que nos están viendo nos juzgan igual.
De esto os hablaré en el próximo artículo: de nuestro crítico interior.
(Para ampliar hoy la información y la reflexión sobre este tema:
"El miedo escénico y las audiciones escolares" por el compositor, letrista y docente Juan Ramos.)