Han pasado unos años desde que la mayor de nuestros tres hijos hacía estos "garabatos musicales" en su cuaderno. Hoy Catalina tiene nueve años, empezó a tocar la guitarra el curso pasado y pasa además largos ratos en el piano tocando melodías a oído y haciendo experimentos armónicos que su padre va enriqueciendo enseñándole nuevos acordes.
El mediano, Juan Manuel, lleva un par de años tocando la trompeta. Es un chaval bromista y alegre y, cuando se decidió por la trompeta, me dio por pensar en cuánto tiene que ver el instrumento elegido con la personalidad del músico.
La mayor, sensible y tranquila, había estado dudando un tiempo entre el arpa y la guitarra. Ambos instrumentos tienen un sonido dulce, que invita a la contemplación... La pequeña, Inés, ha comenzado este año con el violín. Y, ¿cómo es Inés? Sensible, muy cariñosa, y también apasionada. A veces "le da al arco" con energía, otras con sumo cuidado.
Pero, dejando de lado esa pequeña reflexión sobre la relación entre instrumento elegido y personalidad del músico...quería hoy contaros mi nueva experiencia como mamá de pequeños músicos.
Hace unos años, volcaba en este artículo, y también en este otro varias reflexiones y consejos acerca del importantísimo papel de los padres en la educación instrumental de sus hijos. ¿Qué pienso ahora que, además de profesora, soy madre de "aprendices instrumentistas"? Quizás, puedo resumir lo que a continuación voy a desarrollar en esta frase:
¡¡¡Cuánto os admiro!!!
Tendréis, como nosotros, tardes en que llegáis a casa a las mil y no podéis aspirar a más que a cumplir con las tareas del cole antes de ir a la cama. Tal vez haya un par de tardes en las que tengáis que encajar: tareas, baños, instrumentos. Todo ello mientras vosotros preparáis las lentejas del día siguiente, ponéis una lavadora y llenáis el lavavajillas con las tazas del desayuno que quedaron por la mañana en la fregadera.
Estas inevitables tareas domésticas se interrumpen cuando un hijo vuestro dice: "Mamá, no entiendo este problema." Y acudís, secándoos las manos con el trapo de la cocina, a ayudar.
Entonces, vosotros y yo misma, comprobamos cuánta razón hay en esto que os decía en uno de aquellos artículos que escribía desde mi "cátedra" de profesora de oboe que entonces no tenía hijos aprendices:
"Siendo muy optimista, diría que un niño de cada doscientos se pone a tocar a cualquier hora del día sin que nadie se lo recuerde. Normalmente hay que insistir. A veces incluso hay que insistir mucho."
¡Cuánta razón tenía, y qué difícil es a veces experimentarlo en casa! Adivinaba esto cuando seguía diciendo:
"Es comprensible que a muchos padres les resulte duro tener que estar recordando a sus pequeños músicos que tienen que ponerse a tocar. No os desaniméis, es lo habitual."
Pues sí, es duro. Y a nosotros también nos ha pasado aquello que para el profesor sin hijos instrumentistas es tan incomprensible: como haya un cumpleaños y una comida familiar en la misma semana se nos puede ir el estudio a la porra.
No es este el sitio en el que derramar una reflexión sobre la equivocada vida estresada e hiperproductiva que nos hemos montado en el occidente desarrollado.
Me limitaré a describir los efectos que esta vida loca tiene en detalles tan nimios como el estudio de los hijos: hay días en que uno no tiene fuerzas para tratar de conseguir que la tarde dé para todo, para aguantar con paciencia la resistencia de los hijos a esa práctica del instrumento que objetivamente es beneficiosa pero que también sabemos -los músicos por experiencia- que requiere de mucha fuerza de voluntad, de superar la pereza por un bien mayor...
El primer ejemplo de fuerza de voluntad, de superar la pereza, lo damos los padres cuando, con una sonrisa y a pesar del cansancio, decimos: "venga, ahora a tocar un ratito". Y nos sentamos junto al músico, le ayudamos a montar el instrumento, aplaudimos sus logros.
Y, ¿cuál es la recompensa?
¡¡La música!! Recuerden: la música es mucho más que un supuesto trampolín para mejorar en matemáticas...
Les cuento: Nochevieja 2018. Hemos terminado de cenar, y papá dice a Catalina: "¿Por qué no tocas algún villancico con la guitarra? Si quieres yo toco el acordeón." Entonces Juan Manuel dijo: "¡Y yo la trompeta!" e Inés: "¡Yo saco el violín!"
Yo cantaba.
Costó un poquito coordinar esa improvisada orquesta. Papá indicaba, acordeón en brazos, qué nota tenía que tocar cada cual, con qué ritmo. ¡Y sonó el "Noche de paz"!
La música merece la pena, en cualquier caso. Por ella misma. Porque es un bien, una Belleza. Porque hace sonreír. Porque hincha el alma de gozo.
¡¡Mucho ánimo, y que en el 2019 tengamos fuerza para alentar a nuestros músicos!! ¡¡VIVA LA MÚSICA!!
Enhorabuena por el artículo, María. Como siempre, muy personal y a la vez acertado.
ResponderEliminarLos que además de profesores somos padres de estudiantes de música sabemos bien de qué hablas. A veces, muchas, cuesta esfuerzo, pero merece la pena, sin duda.