Soy de esas que se hacen preguntas tontas. Por ejemplo, puedo estar cocinando unas croquetas y preguntarme cómo pudo ocurrírsele a alguien alguna vez inventar las croquetas. Me sobra un poquico de carne, hago una bechamel gorda, lo mezclo todo, cuando se enfría hago unas bolitas que pasaré por huevo y pan rallado, las freiré y ¡tendré unas croquetas! Parece muy sencillo pero yo cuando pienso esas cosas me digo también que si por mí fuera estaríamos todos aún masticando hígados de mamut y recolectando bayas. Por supuesto, si por mí hubiera sido la humanidad se habría extinguido porque tengo la seguridad de que, tras elegir las bayas más rojas, brillantes y carnosas, mi tribu al completo se habría envenenado. Y se acabó la humanidad.
Sabemos todos eso de que Thomas Edison inventó la bombilla y es un invento digno de que su autor pase a la historia con nombre y apellidos pero...¿Qué pasa con los de inventores anónimos que han hecho del picadillo una albóndiga... y de la chirimía un oboe? ¿No son igualmente admirables?
En esta foto podemos ver el resultado de tantas horas pasadas en oscuros y desordenados talleres. Entre las mil y una estanterías, alacenas, mesas y mesillas se desparraman herramientas de toda forma y tamaño, trozos de maderas frutales, locales o exóticas, barnices, ceras y colorantes, brochas y pinceles, velas medio derretidas, máquinas caseras (que mucho más adelante serán sofisticadas, automáticas y motorizadas)...
El suelo está cubierto de virutas y serrín y algún ratoncillo voraz, al amparo de los deshechos, está comiendo un mendrugo de pan que alguien, en su ensimismamiento, ha dejado caer. Huele como a cerrado con cera y barniz. El artesano-investigador lleva unos viejos anteojos y tiene a mano unas cuantas cañas para probar los resultados.
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